Te olvidaste los cigarrillos arriba de la mesa

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Él sólo quería mantener saciadas a las hembras. Tenía ese harem virtual que sólo servía para enmascarar su triste soledad, su patético espíritu desalmado y carente de personalidad.
Él encontró en ellas un refugio para esconderse de la verdad, de la realidad, y del amor. Sostenía su mano, estrechaba la otra, abrazaba con las piernas y besaba en el cuello; y hasta los hombros.
Él se enroscaba con cuanta hembra se cruzara. Él se enroscaba ocultando lo enroscado que estaba, en realidad, con él mismo.

Una era perspicaz y desinteresada. Otra, impaciente, inocente y divertida. Otra era incapaz de emitir palabra. Otra, se desnudaba por dinero. Otra era arrugada y apasionada. Pero él quería más.

Pispeó bajo la puerta y vió los pies de otra, desnudos. Derribó la puerta de una patada y la poseyó contra el vanitory.
Tenía las uñas corroídas por la tímida impresión que le causaba su vida, y debajo de su ombligo una cicatriz marcaba la ausencia de su memoria. Del retorno al vaivén de las palabras, del ciclo que se une con otros ciclos, con otros ciclos, y con otros más.
Escupió en el bidet algo de sangre. Sonrió con los dientes manchados y ella, sorprendida, se vistió y se recostó sobre el diván. Para esfumarse con el humo, y soñar con nunca más.