Me pregunto, ¿cómo sacar del cuerpo algo que entró por el tiempo?... o peor aún, algo que entro por los ojos, los oídos, las manos, la boca.
Si tan solo pudiera…
cerrar los ojos y no ver más,
¿cómo es posible que de la cajita de sorpresas haya pasado a la desazón absoluta?,
¿cómo es posible que mi mente vaya más rápido de lo que podría correr en toda mi vida?,
¿cómo puede algo ser tan avasallante?,
¿cuándo podré hacerle un lugar en la cama al desarraigo, con la confianza de que no va a rozarme la pierna con otra intención más que acompañarme?... y abrazarme.
¿cómo es posible que sea quién sabe qué hora de la madrugada y mi cabeza esté a punto de estallar?. Y me levante con tantos cuestionamientos que no llegué siquiera a encender una luz… y escriba desesperada, estirando las letras en la oscuridad absoluta, en la soledad frustrante de la avenida vacía.
Y es que la soledad, la maldita, se hace sentir aún estando rodeado de jocosas personas que no paran de reírse con los chistes más absurdos. Una soledad que se disfraza de amiga, de amor, de acompañante, de madre y de amante. Y se mete en tu piel, en tus poros, en tu sangre. Y te saca el aire al punto en que morir es sólo un defecto absurdo de una producción masiva.
Las figuras no son más que sombras desfiguradas de personas con grandes dientes, que se ríen… y se ríen. Sus bocas se abren tanto que puedo ver sus campanitas, sus esófagos y sus entrañas.
Una boca enorme me come y un pie cae rodando de la cama. Luego un brazo. Y otro. Y de repente uno se derrumba, como un edificio viejo; como un balcón podrido.
Duele la histeria. Pesan las piedras cuando uno está tan vulnerable que hasta una pluma sobre los hombros lo tiraría abajo. Cuando los planetas parecen juntarse y todos los problemas, las preocupaciones, las locuras y hasta la molestia más pequeña se te suben encima y te saltan sobre la cabeza. Dele que dele machacarte.
Casi inexplicable. Como una borrachera sin dolor, sin Bailey’s, sin cerveza, sin tequila, sin nada. Como estar ebrio de mierda, ¡y basta!.
De repente, dos manos se juntan. Una niña pregunta cuánto hace que no siente el querer como algo cotidiano. Y se asusta, se mete bajo su frazada rosada y llora la noche por un amor que algunos años más tarde será suyo desinteresadamente. Ella no lo sabe; y es su destino.
Años más tarde llora a otros, a otras, se llora a ella misma. Llora el mundo mientras ve caer las lágrimas sobre sus rodillas, corriendo por sus piernas.
Esta noche hay estrellas; mañana el pasto estará escarchado y esa niña, con sus lágrimas usadas, va a despertar desesperada, pero con la tranquilidad de encontrar el abrazo maternal a un cuarto de distancia, tibio… y cerca.
En esos momentos en que el tiempo parece no avanzar, es cuando me voy achicando hasta hacerme tan chiquita como la cabeza de un alfiler. Y eso soy, un punto indefinido en el universo. Un punto que brilla pero a veces, olvida dejar encendida la luz.